martes, 1 de julio de 2014

Los caminos del mestizaje culinario en Bolivia



Los lectores devotos del Quijote se precian de recitar de memoria sus primera líneas: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”.

Pues la comida que se servía en la mesa de Alonso Quijano no era diferente, un siglo y medio después, de la que llenaba la mesa de las élites de la ciudad de Potosí. Podemos saber esto gracias al Libro de cocina que escribió en 1776 doña Josepha de Escurrechea. Allí están las recetas de la famosa olla, del salpicón y de los duelos y quebrantos.

Este libro de recetas —el único conocido hasta ahora de la época colonial en toda la América hispánica— está en la base de la investigación La gastronomía en Potosí y Charcas, siglos XVIII, XIX y XX de la antropóloga Beatriz Rossells Montalvo, cuya cuarta edición acaba de aparecer.

En el recetario de doña Josepha —Condesa de Otavi y Marquesa de Cayara, nacida en 1736 y fallecida en 1821—, se lee, por ejemplo, que para preparar los duelos y quebrantos hay que “batir huevos como para tortilla, ponerle todas las menudencias de las aves, hasta la tripas, todo cocido y picado, lonjitas de tocino cocido, pedacitos de longaniza media asada, presas de pollo medio asadas, cebollas, tomates, ajíes verdes, perejil bien picado, orégano, migajón de pan rallado, pasas, almendras y sal”. Después de semejante vianda no es raro que Alonso Quijano se sintiera con suficiente valor y locura para salir al campo a batirse con los molinos.

Para la cuarta edición de su libro Rossells ha escrito un nuevo prólogo titulado “La gastronomía: un permanente mestizaje mundial”. Desde que el libro se publicó por primera vez en 1995, la gastronomía ha cobrado un interés internacional que no lo tenía anteriormente. “Ha estallado en el mundo la moda de la gastronomía y se dispersa por doquier”, escribe Ro- ssells en la primera línea de su nuevo prólogo. Ese interés se evidencia también en la mayor cantidad de investigaciones que se han realizado en los últimos años, especialmente sobre la gastronomía de los diferentes países latinoamericanos.

“En los nueve años que han transcurrido desde la primera edición del libro —dice Rossells—, se han sucedido enormes cambios en el mundo: una mayor globalización en la economía y, por lo tanto, una mayor globalización en la cultura y en la gastronomía. Se ha generado un movimiento gastronómico en el mundo, inversiones en muchos tipos de comida, influencias a través del mundo entero, desde la China hasta América. En lo particular, hay también mayor investigación histórica de la gastronomía que nos permite situar el recetario de doña Josepha, que es el principal componente de este libro, en un sitio sumamente interesante”.

¿Y cuál es el lugar que ocupa el recetario de esa aristocrática mujer potosina que atravesó buena parte del siglo XVIII y vivió prácticamente hasta los albores de la República?

“En el tiempo del recetario de doña Josepha, en 1776 —explica Rossells—, estamos en las postrimerías del periodo colonial. En sus recetas aparece una gran cantidad de mezclas de productos; son mezclas que ya han ingresado a la cocina, que ya se las practica, que ella ya las ha probado. A la luz de las nuevas investigaciones que están realizando investigadores de España y de otros países sobre las grandes revoluciones gastronómicas, el recetario de doña Josepha viene a mostrar el momento de consolidación de la comida mestiza en Potosí”.

Ese mestizaje gastronómico es para Rossells de gran importancia. Es el legado positivo de la conquista —“no podemos ignorar que también fue un acto de violencia y de imposición”, dice—. Y en ese mestizaje ya está el germen de lo que después será la comida “nacional”, vigente desde entonces con muy pocos cambios.

“En primer lugar —explica la antropóloga—, el libro muestra lo que comía la aristocracia hispana en Potosí, que era lo que consumían las aristocracias en los otros centros coloniales importantes porque seguían el modelo medieval español, que es de una comida muy cargada. Hay un enorme parecido entre las recetas de doña Josepha y de los grandes cocineros españoles. Se ve que habían llegado libros, que ella copiaba y llevaba a la práctica esa comida española. A partir de cierto punto, sin embargo, las recetas asombran. Ya no están copiadas de la comida medieval española, sino que en las recetas empiezan a entrar productos andinos”.

En este sentido, la gran prueba del mestizaje gastronómico es la receta del plato de la olla, casi el arquetipo de la comida española —la olla que comía don Quijote tenía “más vaca que carnero”—.

“La olla —explica Rossells— era un plato popular, un cocido de toda clase de carnes y vegetales. En España había olla en las clases ricas y en las más pobres. En el caso de doña Josepha, su receta de olla tiene una gran cantidad de carnes —carnero, cecina, jamón tocino, capones y gallinas, morcilla, salchichas, longaniza— y también garbanzo, cabezas de ajos, hierbabuena, culantro, repollo, nabos y peras. Pero a estos ingredientes se suman los elementos americanos. En la receta se nombra a la yuca, el camote, el plátano, las papas, el zapallo, la oca, el choclo y, por supuesto, el ají. Esto quiere decir que doña Josepha y sus cocineras inventaron la olla americana. Después de haberla probado la llevaron al papel. Esta receta es, documentalmente, la figura más simbólica del mestizaje”.

La olla es la figura simbólica del mestizaje, pero los productos propios también aparecen en otras recetas. Entre esos ingredientes están los choclos, la chicha, las ajipas, los locotos, la achojcha, el maíz blanco, el tomate, la tuna, el airampo y el chuño. “Pero sobre todo —dice Rossells— el ají, que es utilizado de una manera casi escandalosa”.

Asimismo, en el recetario de doña Josepha ya están platos que configuran la comida nacional actual, como las humintas, los tamales, el mondongo de panza, el charquekán y el majao, entre otros.

Una manifestación del buen momento por el que pasa la gastronomía en el mundo es el interés en ciertos productos antes poco difundidos o ignorados. Uno de ellos, de indudable importancia para Bolivia, es la quinua. “Ese interés puede ser real —dice la investigadora— pero también es cuestión de modas. Por ahí se dice que antes la quinua estaba prohibida. En Bolivia por lo menos no es así”.

Las pruebas de la permanencia de la quinua en las mesas bolivianas a través del tiempo están otra vez en las recetas. Como colofón a estas disquisiciones culinarias, las enumera Beatriz Rossells:

“En Comidas de la ciudad de La Paz, un recetario del siglo XIX escrito por Manuel Camilo Crespo, figura la torta de quinua. En el recetario de doña Sofía Urquidi, que también estudio en mi libro, publicado en Sucre en 1917, ya está la quinua atamalada y la chicha de quinua. Más adelante, en el siglo XX, en el libro de Aida G. de Aguirre Achá, La cocina en Bolivia, de 1957, hay 16 recetas de quinua. En el libro de doña Nelly de Jordán El arte culinario en Bolivia hay otras cuatro. Pero el libro más importante (no sé por qué no se le hace un homenaje) es el libro que Betsabé Iñiguez de Barrios publica en 1977: Mil delicias de la quinua. El libro tiene 400 páginas y una cantidad similar de recetas. Esto quiere decir que comíamos quinua siempre, pero no se le daba la importancia que ahora tiene ni se conocía toda su riqueza”.

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