domingo, 6 de abril de 2014

Comer k’alapurka en Potosí

Después de haber transitado por las calles de la antigua Villa Imperial, desde tempranas horas de la mañana, me entraron ganas de comer en las cercanías de la Plaza 10 de Noviembre. Entonces, en mi afán por degustar la gastronomía local, paré en la acera a dos hombres de mediana edad, quienes, al verme con la cara de forastero preguntón, se arrimaron contra la pared, prestos a escuchar lo que tenía en el corazón.

–¿Dónde puedo servirme la tradicional k’alapurka? –les pregunté mirándoles a los ojos.

–A dos cuadras de aquí hay un lugar donde puede servirse –contestó uno de ellos, señalando con el dedo índice la dirección que debía tomar.

–Si quiere comer la verdadera k’alapurka, pero la verdadera –intervino el otro, con un gesto de amabilidad–, tiene que irse al restaurante de doña Eugenia Rodríguez de Arismendi, que está en la zona sur, cerca de los rieles de tren, pero le aconsejo que tome un microbús en la esquina de la plaza, que lo dejará cerquita del lugar.

Seguí sus instrucciones, me embarqué en un microbús y, como quien busca un tesoro perdido, recorrí varias cuadras hasta que el conductor paró justo allí donde debía bajarme. Miré en derredor y crucé por la avenida Santa Cruz hacia la esquina Hermanos Ortega, donde está el "Restaurant Doña Eugenia".

Lo primero que me llamó la atención fue la basura tirada en la calle, haciendo un franco contraste con la limpieza del restaurante y la pulcritud del mesero, quien me dio la bienvenida y me invitó a tomar asiento. Me acomodé en la mesa del fondo, con la intención de observar los cuadros con motivos tradicionales. Le solicité una botella de cerveza fría y me contestó que sólo tenían bicervecina y gaseosas.

No habiendo otras alternativas, pedí una bicervecina, convencido de que, a falta de chicha o cerveza, era lo que mejor acompañaría el plato de k’alapurka. El mesero cumplió con el mandado y luego desapareció en la cocina.

Me tocó aguardar un rato y, mientras el restaurante se llenaba de comensales, me puse a tomar sorbo a sorbo la bicervecina, hasta que, de pronto, se acercó el mesero con el plato de k’alapurka, como si llevara un pequeño volcán en una mano, mientras en la otra sujetada los cubiertos y un platillo lleno de mote pelado, que acompañaba a manera de guarnición.

–Buen provecho –dijo y se retiró.

Yo me quedé maravillado por esa singular manera de servir un plato y, como es natural, me recordó mi infancia, aquellos inolvidables años que pasé en la casa de mis abuelos, donde, sentado en la puerta de la cocina, solía contemplar el amor y la pasión que mi abuela le ponía a cada uno de los platos que preparaba alrededor del mediodía.

Con la boca hecha agua, y con la mirada fija en la k’alapurka, donde la lawua (sopa espesa) seguía hirviendo alrededor de la piedra volcánica, recordé las lawas de jank’akipa (maíz tostado y molido), que mi abuela solía preparar en una olla de barro, sobre uno de los ojos del fogón alimentado con leña y ennegrecido por el hollín. Cuando lo tenía a punto, después de removerlo una y otra vez con el cucharón de palo, servía la humeante lawa en los platos de barro y, a modo de coronar su exquisito gusto por la comida tradicional, le echaba perejil y un chorro de ají colorado retostado con un poco de aceite en la sartén; ese toquecito de picante que le daba el ají a la lawa era tan delicioso como la llajwa, esa salsa preparada con locotos, tomates y hierbas aromáticas, como la killkiña o wacataya, que ella molía con manos diestras entre las piedras del batán, un instrumento indispensable en la cocina de mi abuela. No en vano era una mujer oriunda del norte de Potosí.

Al cabo de comer la k’alapurka (sopa cocida con piedra ardiente, en quechua) quedé satisfecho y convencido de que se trataba de un plato típico de las alturas, nacido del ingenio de las cocineras populares para combatir las bajas temperaturas del altiplano, porque la lawa, debido a su consistencia y la candente piedra sumergida en su interior, permanece caliente por mucho tiempo, como para quemar la boca de los mentirosos y mitigar el frío de los condenados.

Al cabo de pagar la cuenta y agradecer por el buen servicio, no dudé en preguntarle al hombre que me atendió en la caja, cómo se preparaba y cuáles eran los ingredientes de la k’alapurka. Él me miró de pies a cabeza y, esbozando una sonrisa afable, contestó:

–Los principales ingredientes son: carne de res en charque, papas sipancachi, harina de maíz willkapuru, ají colorado, cebolla, ajo. Todo esto sazonado con orégano, sal, comino, pimienta, chachacoma (hierba con sabor parecido al pino), pupusa y alguno que otro condimento más, que no te lo puedo decir, porque es el secreto de la casa…

–Ummm… –asentí devolviéndole una sonrisa cómplice–. Me imagino que su cocción está hecha en una cazuela de barro, ¿verdad?

–Así es, pues –dijo abriendo los ojos y frunciendo el ceño–. Sin embargo, lo más importante es que se sirve en un plato de barro, con una piedra volcánica negra que, una vez caldeada al rojo vivo sobre las brasas, se sumerge en el centro del plato para que la lawa mantenga su temperatura. La misma piedra redonda, que mi señora recoge en las orillas del río, es la que le da el nombre de k’alapurka a este plato, que no se deja preparar, así nomás, en ninguna otra región del territorio nacional…

–Le agradezco por su valiosa información –le dije, mientras me despedía con un fuerte apretón de manos.

–Espero que nos visite otra vez –dijo él, antes de que yo cruce el dintel de la puerta.

Al retornar a la Plaza 10 de Noviembre, me puse a pensar que la deliciosa k’alapurka debe ser uno de esos platos que dignifican la gastronomía potosina, porque así haya tenido influencias de la comida española desde la colonia, conserva las tradiciones y costumbres culinarias de la cocina precolombina, no sólo a través del uso de los ingredientes caseros, sino también a través de la preparación y cocción de este típico plato de Villa Imperial, que se consume todo el año, haga frío o haga calor.

Por lo demás, cualquiera que visite Potosí, con la curiosidad de conocer el afamado Cerro Rico, la arquitectura colonial y otros atractivos turísticos, no puede perderse la deliciosa k’alapurka que, con el fin de salvaguardar la gastronomía tradicional, ha sido declarada Patrimonio Cultural del departamento de Potosí, tanto por la Cámara de Senadores como por el Ministerio de Culturas y Turismo.

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