domingo, 7 de abril de 2013

Organizan un curso sobre el arte de comer en el siglo XIX

Con el siglo XIX nació una nueva manera de entender el noble arte de comer, relatan las encargadas del taller ¡A la mesa! Modos y (modas) de comer en el siglo XIX, organizado en el museo del Romanticismo de Madrid, dentro de la cuarta edición de la iniciativa Gastrofestival.

Hace dos centurias, las clases más pudientes habilitaron un espacio reservado para estos momentos del día y se refinaron las formas en la mesa: prohibido tutear y hablar de política, fútbol o cualquier tema susceptible de discusión.

El protocolo culinario obligaba a los comensales a tratarse de usted cuando se reunían para celebrar cualquier comida. Un acto en el que el anfitrión no podía dejar nada al azar con el fin de que al día siguiente no se formaran los famosos “corrillos” de la época que criticaran su comida o cena.

“Cuando se pensaba en la mesa, uno de los puntos principales era dejar suficiente espacio a los comensales para que no se molestaran”, explican en el taller.

Al hablar de espacio, de nada vale pensar en las mesas actuales ya que, para quedar bien, el organizador de la cita gastronómica tenía que prever el número de comensales y tomar en cuenta que el protocolo marcaba que cada persona debía disponer de unos 60 ó 70 centímetros de espacio para no molestar a su vecino.

Además, se consideraba que la sala debía contar con el suficiente espacio como para lucir las vajillas de porcelana francesa que toda casa de alta cuna poseía, ya que en este siglo se convierten en símbolo de riqueza.

En el siglo XIX, la mesa sufrió también grandes cambios que marcaron el comienzo de la manera de comer que hoy conocemos.

Se desecha el “servicio a la francesa”, en el que todo se sirve a la vez en la mesa, y se instaura el “servicio a la rusa”, en el que hay un menú cerrado y los platos van llegando con un orden. Y, cómo no, con este orden llega también la colocación de los cubiertos tal y como la conocemos en la actualidad.

“Me cuesta 40 duros al mes sin contar lo que me sisa, que debe ser una millonada”, con estas palabras, citadas en el taller, el escritor Benito Pérez Galdós puso de manifiesto lo que valía en la época tener un cocinero con técnica y conocimientos gastronómicos elevados capaz de hacer que el dueño de la casa se luciera ante sus invitados.

Y no sólo cocinero, sino que las clases más pudientes podían llegar a tener en casa a un maestro “asador”, dedicado en exclusiva a los asados, y un pastelero.

Los cocineros españoles estaban bien reconocidos, pero si la casa daba oficio a uno procedente de Francia todo alcanzaba otro brillo. Lo francés estaba de moda. (EFE).

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