La historia popular sobre el lago Titicaca cuenta que los hombres vivían felices en lo que antaño era un hermoso valle. No les faltaba nada, y el sufrimiento no habitaba sus dominios paradisíacos. Los dioses de las montañas, los Apus, protegían a los humanos y solo les estaba prohibida una cosa: subir a la cima de las montañas, donde ardía un fuego sagrado.
Pero el diablo también habitaba por aquellas tierras y no aguantaba ver toda esa felicidad. Por eso incitó una y otra vez a los hombres a que subieran hasta la cima de aquellos peñones. Los Apus sorprendieron a los habitantes escalando la ladera y fue tal su furia que soltaron a los pumas, que devoraron a toda la población, salvo una pareja, el hermoso joven Tito y la dichosa Icaca, hija de las aguas. Y ante la carnicería propiciada por los pumas, el Dios Sol, Inti, lloró durante 40 días y 40 noches, formando así el lago Titicaca, denominación finalmente tomada de los nombres de ambos amantes.
Sagrado para las culturas andinas, este gran estuario compartido por Perú y Bolivia cría diversas variedades de peces, entre los que destacan el suche, el ispi, el karachi y la gran reina entre todas, la trucha. Pero el umbral de este pescado, a diferencia de lo que comúnmente se cree, se sitúa en aguas frías y limpias de ríos y lagos distribuidos a lo largo de Norteamérica, el norte de Asia y Europa, el cual fue introducido a Sudamérica a principios del siglo XX por pescadores aficionados, desplazando a los peces autóctonos. Pero ¿por qué es la elegida entre las otras especies? Según la página gastronómica Cookpad, existen al menos 168 formas diferentes de preparar el manjar en el mundo, desde las más extravagantes hasta las más sencillas, como el papillot de trucha ahumada con zapallo criollo, los ravioles de trucha a la puentes con sello en salsa de caviar, los canapés de trucha asalmonada marinada y hasta el original helado de trucha ahumada.
Ya en nuestro contexto cercano, la trucha del Titicaca ofrece al menos una docena de platos con el ingrediente de carne rosada. Ya sea en la avenida Costanera que bordea el lago, o en los restaurantes del pueblo de Copacabana, la diversidad es amplia y generosa. Una de las sibaritas con mayor trayectoria entre los puestos con vista al gran charco es Gladys Poma, quien atiende 31 años en el negocio bautizado como Teresita en honor a su primogénita. “Tenía 26 años y cuando me vine a instalar aquí no existían estos puestitos, veníamos con nuestras ollas, el anafe y unos bancos para atender a nuestros clientes”.
El primer plato que ofrecía Gladys, lo recuerda muy bien, era la trucha frita acompañada simplemente de mote y chuño, “que es la manera tradicional de cómo lo servían antes, eso más ají amarillo”, explica.
Con el transcurrir del tiempo se instalaron más “puesteras”, lo que obligó a las primerizas del lugar a variar su oferta culinaria. Entonces apareció la trucha al limón, que reemplazó el chuño y mote por arroz, papa y ensalada. A fines del siglo pasado, una legión de extranjeros decidió echar anclas en el destino turístico, montando, además, una serie de negocios relacionados a la industria hotelera y gastronómica, que influyeron en gran medida entre las “caseritas” de mandil blanco y manos sacrificadas. Fue así como Gladys y las suyas innovaron sus ofertas, influenciadas por el fino gusto que empezaba a preguntar por el afamado platillo.
Entonces surgieron la trucha a la tomatada, al ajo, a la plancha con puré, a la criolla, al vapor, a la napolitana con espagueti, a la romana, a la mantequilla, a la diabla, a la francesa y chicharrón de trucha con ensalada. “Algunos platos nacieron por creatividad de algunas cocineras, como la trucha a la diabla, que es con chorrellana y locoto como para revivir a un muerto”, señala la propietaria de Teresita. “Cualquiera de estos platos cuesta 25 bolivianos y se aconseja acompañarlos con un refresco sabor papaya, aunque hay otros que prefieren cervecita fría”. Ella y sus cerca de 20 colegas atienden de lunes a domingo hasta apenas entrada la tarde. Muchos de sus clientes aseguran viajar hasta allí motivados por el manjar que se alistan a consumir, aunque la indecisión los invade. Y es que todos los platillos auguran placer para sus paladares.