viernes, 9 de septiembre de 2011

Arroz: Sin gracia, pero gracioso

El arroz, segundo cereal más cultivado del mundo después del maíz, es en no pocos lugares sinónimo de comida; probablemente indios, chinos y japoneses hubieran entendido mejor el "Padre Nuestro" si se dijera en él "danos hoy nuestro arroz de cada día" en lugar de "nuestro pan de cada día".

Que sí, que hay más gente que come arroz que la que come pan. Piensen en los asiáticos antes citados, añádanles todos los pobladores de lo que se llamó Indochina, y ya tienen ahí a más de la mitad de la población del planeta, que tiene el arroz como base de su alimentación. Añadan países arroceros americanos, mediterráneos...

Y mira que el arroz es una cosa insípida. Eso sí que sabe sólo a lo que se le ponga. Incluso el clásico arroz en blanco que ayuda a superar algunos episodios gastrointestinales no deseados se alegra con un poco de ajo, un poco de limón o alguna hierba.

El arroz, por sí mismo, es bastante soso. Un amigo mío lo comparaba con ese conocido que es incapaz de inventarse un chiste, pero que se apropia fácilmente de los de los demás y hasta los mejora cuando los cuenta. Y es cierto.

Es cierto, porque pocas cosas como el arroz son capaces de adueñarse de la sustancia, el aroma, el sabor, de los elementos a los que acompaña. Usted rompe la yema prácticamente líquida de un huevo frito, la mejor salsa del mundo, sobre un poco de arroz blanco, y el conjunto es algo glorioso, lleno de sabor, de texturas cambiantes. El arroz gana, claro; pero también la yema obtiene ventaja de la combinación.

Quizá por esa capacidad tengan tanto prestigio los arroces aromatizados con setas. O con trufas. Algunas empresas comercializan bolsas de arroz, del tipo arboreo o carnaroli, ambas variedades italianas, que llevan un mínimo porcentaje de tartufi bianchi, de trufa blanca; ya al abrir la bolsa se produce una explosión aromática, que se multiplica al cocinar ese arroz.
Los italianos, con eso y unos hongos, harán un risotto. Hoy día parece que no hubiera otra forma de cocinar el arroz que hacer risotto, que no es más que un arroz cremoso; olvidamos que hay arroces secos, como la paella, y suculentos arroces caldosos. Vamos con uno muy aromático, pero seco.

Usaremos dos tacitas de arroz de grano corto, como el bomba. Limpiaremos bien, pero bien, unos 300 gramos de hongos, por ejemplo Boletus edulis, hasta que no quede ni rastro de tierra. Ahora le toca al arroz: lo pondremos en un colador, al chorro de agua, hasta que deje de soltar almidón.

Sofreiremos en un chorrito de aceite un ajo cortado en láminas, una pimienta de Cayena y una tira de piel de naranja. En cuanto los ajos se doren, retiraremos todo y, en ese aceite aromatizado, echaremos los hongos, que haremos a fuego vivo hasta evaporar el agua que suelten. Los retiraremos y su lugar en la cazuela lo ocupará el arroz, que removeremos bien.
Será el momento de añadir un litro de caldo de gallina, caliente, y dejar cocer el arroz un cuarto de hora. Añadiremos los hongos, mezclando con suavidad, y dejaremos que se hagan dos minutos más. Por último, cortaremos en láminas, con una mandolina, una trufa, negra, dejando caer esas láminas sobre el arroz. Hay que servirlo inmediatamente.

Si lo prefieren, pueden emplatar primero el arroz con los hongos y distribuir las láminas de trufa en los platos, pero entonces deberán tener campanas para tapar los platos hasta que lleguen a la mesa y, al destaparlos, exploten todos los aromas bajo las narices de los comensales.

Porque este plato otra cosa no tendrá, pero aromas... unos cuantos.



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