Hay historias que es mejor transcribirlas tal cómo nos las cuentan, por la riqueza del lenguaje. La siguiente es la historia de unos jóvenes bolivianos exiliados en México que deciden hacer salteñas para sobrevivir. Me la contó uno de ellos, un amigo del que omitiré su nombre por preservarlo como fuente inagotable de anécdotas.
“Con un amigo y mi pareja tuvimos la aventura de vivir de la venta de salteñas durante un año y medio, allá en México, cuando estábamos exiliados y estudiando. Mi amigo me dice “hermano, nos vamos a morir de hambre; haremos salteñas para venderlas”. Yo le respondí que nunca había cocinado nada medianamente difícil, pero él me convenció de que se encargaría de todo. Y cómo yo lo conocía de habilidoso cocinero, no puse grandes reparos a su iniciativa.
Me explicó que necesitábamos capital de arranque y también me convenció de cambiar mis 50 dólares de reserva. Se los di para que comprara los ingredientes.
El día que nos encontramos los tres -él, mi enamorada y yo- para elaborar las salteñas le pregunté sobre el lugar dónde íbamos a ubicarnos para vender las salteñas. Él me dice que no me preocupe, que ya había invitados para el día siguiente, para la degustación en la casa.
– ¡No seas pelotudo! ¿He gastado mis 50 dólares para una degustación?
- He invitado a los amigos, no te preocupes.
¡Carajo, ni siquiera clientes, los amigos iban a venir a comer gratis! Ese rato pensé en mi plata, en los 50 dólares que saqué del banco y que me daba para vivir tres semanas. Ya ni modo, habíamos comprado todo y había que hacer las salteñas. Nos disponíamos a poner manos a la obra cuando mi amigo toma un sobre y con mucho cuidado saca una hoja mecanografiada.
- ¿Qué es eso?
- Es que mi mamá me ha mandado la receta-
- ¡No jodas!, ¿no sabes hacer salteñas?
- Nunca las he hecho en mi vida.
¿Se imaginan hacer salteñas bolivianas en México, con una receta, y todavía para vender?
- Por eso es pues necesaria la degustación, para ver si nos sale bien.
Al final terminamos haciendo la masa y las salteñas. Luego fuimos al horno de un barrio cercano, pero como estaba ocupado tuvimos que volver a la casa a meterlas en el horno de nuestra cocina doméstica. Nos batimos con ese hornito durante año y medio, pues, como sabe el buen boliviano, todo lo que es provisional se vuelve permanente. Nos salió bien la degustación.
Luego apareció un amigo compatriota que recibía de Bolivia 700 dólares para vivir, mientras nosotros no teníamos ni para comer. Un día vino con su ñata y nos preguntó en qué horario utilizábamos el horno. Le dijimos que todo el rato, pues trabajábamos con salteñas, además le preguntamos para qué quería el horno.
- Yo también voy a necesitar horno.
- ¿Qué van a hacer?
- Vamos a hacer llauchas.
- ¿Y dónde van a vender?
- Aquí, en la calle.
¡A la mierda, al lado de nosotros este cojudo! ¡Competencia! Se tuvo que ir a buscar un horno. ¡Había querido que nos turnemos en el horno, el pendejo!
Nosotros vendíamos en un condominio que se llamaba El Altillo. Era un lugar muy transitado, de paso a una universidad.
La primera vez que íbamos a vender las salteñas estábamos sentados esperando que nos compren pero la gente pasaba y pasaba y sólo nos miraba. Entonces me animé a ofertar a voz en cuello:
- ¡Vengan, vengan empanaditas bolivianas de carne, están sabrosas!
Pucha, mi cuate se hizo a un lado y mi pareja se quería morir de vergüenza, pero si no hacía eso nos quedábamos con las salteñas. Los mexicanos son así, les dices “piedra” y piedra compran. Son consumistas hasta la madre.
Así estábamos vendiendo unos meses hasta el momento en que les conté que apareció mi compatriota, el de las llauchas. Un día de esos se apareció el cojudo y se acomoda a nuestro lado.
- Anda pues hermano a otro lado, cómo te vas a venir aquí-, le dije.
- No, aquí es un buen lugar-, respondió.
Mi cuate ya lo iba a pegar y lo tranquilice. Había que resignarse, no quedaba otra. Entonces me pongo a gritar:
- ¡Vengan, vengan, pruebe las ricas empanadas bolivianas! Tenemos de carne y de queso”.
Así estábamos vendiendo unos meses hasta el momento en que les conté que apareció mi compatriota, el de las llauchas. Un día de esos se apareció el cojudo y se acomoda a nuestro lado...
Marcelo Paredes LastraPatayperro
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